La palabra “relativismo” es para muchos un palabrejo de curas transnochados, lectores trajeados del ABC, inmovilistas irracionales…
El relativismo es la consecuencia última del modernismo.
La causa no es otra que la falta de formación, entendiendo ésta el amor –ágape- por el estudio, la curiosidad intelectual.
Empieza confundiendo la libertad con la posibilidad de elegir. A mi coche de diésel no le echo gasolina y no porque no sea libre sino porque no soy imbécil, eso intento.
Después, viene que el hacer de la mayoría es lo correcto. En cambio, la norma está inscrita en nuestra interior. La conciencia no se puede apagar aunque seamos uno entre un millón.
También ha afectado al lenguaje, lo que nos constituye como humanos.
El significado es inherente a su significante. Si queremos cambiar una realidad o renovarla, creemos un vocablo para esa nueva existencia pero no forzamos el léxico.
La parte cómica la aportan los transhumanistas con su particular –resurreción de los muertos-.
Por último, la democracia está inserta en la ley y viceversa aunque nos empeñemos en que la democracia es todo en todo momento.
Acabo con Dostoievsky, el mayor conocedor del alma humana: “Dos y dos son cuatro. La naturaleza no te pide opinión. No le interesan tus preferencias ni si apruebas sus leyes. Tienes que aceptar la naturaleza tal y como es, con todas las consecuencias que ello implica”.